El destructor de mundos
El triunfo de la técnica ha hecho que nuestro mundo, aunque inventado y edificado por nosotros mismos, haya alcanzado tal enormidad que ha dejado de ser realmente «nuestro» en un sentido psicológicamente verificable.
[…] Los objetos que hoy estamos acostumbrados a producir con la ayuda de nuestra técnica imposible de contener, así como los efectos que somos capaces de provocar, son tan enormes y tan potentes que ya no podemos concebirlos, y menos aún identificarlos como nuestros.Günther Anders
El filósofo Günther Anders trazó, en sus correspondencias con Claude Eatherly1 y el hijo de Adolf Eichmann2, el antagonismo entre dos figuras clave para entender el siglo XX y que resumen una constante de su pensamiento: la limitada capacidad del ser humano para representarse los cada vez mayores efectos de aquello con lo que colabora.
La terrible culpa y los demonios interiores de Eatherly, el piloto de Hiroshima que rechazó ser tratado como héroe y que incomodaba a su país hasta el punto de borrar casi totalmente su huella historiográfica, resuenan hoy a través del conmovedor testimonio de sus cartas al filósofo polaco: “Tengo la impresión de que en la cárcel me he sentido siempre más feliz: el castigo me permitía expiar mi culpa”. Tras abrir camino al Enola Gay y errar el cálculo en el lanzamiento de la bomba atómica sobre Hiroshima, sus intentos de suicidio y vida errática en forma de pequeños robos e infracciones para que le arrestaran, casi siempre sin éxito, fraguaron en convertirse en una figura clave de los movimientos antinucleares y pacifistas que contrastaban con la fabricación de la bomba de hidrógeno y el discurso hegemónico del “mal necesario”.
Lo normal para enfrentarse a la aniquilación de miles de vidas sería, pues, una “maniobra de ocultación: en seguir viviendo exactamente como se vivía antes, en retirar lo sucedido de la mesa de la vida, de modo que la culpa demasiado grande no se viva como culpa alguna”3. De esta manera obró Paul Tibbets, el piloto del Enola Gay que reconocía no haber dormido mal ni una noche de su vida. Adolf Eichmann, el arquitecto nazi del genocidio judío, declaraba en 1961, en su famoso juicio en Jerusalén, que él no había sido más que una pieza más de aquella máquina, “me limité a obedecer órdenes. No soy ni un criminal ni un asesino en serie”.
Nuestra delegación moral al asignar competencias, fruto de la división del trabajo, así como los límites de la conciencia que marcan nuestra finitud psíquica e imaginativa, también hicieron mella en Robert J. Oppenheimer, director del Proyecto Manhattan y “padre” de la primera bomba atómica. En 1965, ya retirado, recordaba ante la cámara aquel 16 de julio de 1945 en que una bola de fuego cegadora de 12 kilómetros anunciaba el éxito de la prueba nuclear Trinity en Nuevo México. Con gesto visiblemente afectado, recitaba el pasaje del texto sagrado hindú Bhagavad Gita que le vino a la mente:
Vishnu trata de persuadir al Príncipe de que debe cumplir su obligación y, para impresionarlo, toma su forma de muchos brazos y dice, ‘Ahora me he convertido en la Muerte, el destructor de mundos
Para convencer al príncipe hindú Arjuna de que ha de ir a la guerra, a lo que éste se niega pues supondría matar a los suyos, el dios Vishnu le da a entender que no puede rehuir un deber que es más grande que él: es su obligación, y no está en su mano elegir. Tras ello, Arjuna va a la guerra. Como bien describe James A. Hijiya en un ensayo4, Oppenheimer conocía en profundidad el hinduismo, y usó la inspiración del Gita como parte de un código ético en el que se apoyaba para tomar decisiones de una gran contradicción moral.
Partiendo de este hecho histórico clave del siglo XX y que marcó el inicio de la era nuclear, el destructor de mundos aborda, a modo de pequeño ensayo visual, reflexiones sobre el triunfo de la técnica y sus efectos en la naturaleza y preguntas sobre nuestra limitada capacidad de concebir los cada vez mayores daños que somos capaces de provocar, así como el dilema entre la delegación moral y la acción social antibélica y nuclear.
Santiago Talavera, julio de 2018